HISTORIA
LLEGA A QUITO
POR: Ugo Stornaiolo
Doctor, Catedrático Universitario, consultor y coordinador Maestría Comunicación Organizacional Facultad de Comunicación Social Universidad Central del Ecuador
Quito, en 1895, tenía casi 90 mil habitantes. Una típica ciudad de la colonia, por sus casas de adobe, con portones y balcones salientes; con calles estrechas y torcidas; con sus iglesias y palacios dominantes. Sin agua potable, peor canalización. Los sirvientes acudían a las fuentes de Santo Domingo y San Francisco para abastecerse.
Era un lujo de ricos bañarse en tinas, llenadas con agua y perfumes de esencias llegados desde Europa. Para abastecerse servían las lluvias de la mañana o la tarde. No había cloacas. La iluminación era con velas de sebo en las casas y en los faroles del alumbrado público.
El 4 de septiembre de 1895 Alfaro entró finalmente a la ciudad, tras tres meses de acercamientos y negociaciones, en los que medió la sabiduría del arzobispo Federico González Suárez (imagen derecha). Hubo curas, en todo el Ecuador, que se oponían a que el “indio” llegue a la capital. Uno de ellos, el obispo de Portoviejo, Pedro Schumacher.
El mérito de Alfaro fue comenzar la obra de modernización de la ciudad, mejorando el abastecimiento de agua, la instalación de cloacas y el alumbrado eléctrico; con la construcción de tanques de agua y medidas de higiene pública y privada. Se abrió el primer mercado y se instaló el primer tranvía (desde la Recoleta hasta la avenida Colón). Se proyectó un primer plano de urbanización.
Después del 5 de junio, la Guerra Civil
Los días que siguieron fueron agitados. Muchos municipios de la sierra y la costa apoyaban al nuevo gobierno formado en torno a Eloy Alfaro. El “Viejo Luchador”, informado de los acontecimientos, se embarcó desde Nicaragua hacia Guayaquil. El 18 de junio fue recibido triunfalmente en Guayaquil, donde asumió el mando y nombró a sus ministros.
Ante la campaña de desprestigio en su contra iniciada por los conservadores, Eloy Alfaro actuó con moderación. Limó asperezas con la Iglesia. En Quito fue rechazado el nombramiento de Alfaro. El clero no tardó en sumarse a las filas del conservadurismo. El Obispo de Portoviejo, Schumacher, conocido por su fanatismo, fue recibido en Quito como héroe, al llegar desde la costa.
En su provincia natal todos apoyaban al caudillo. El cura Schumacher (foto izquierda), antes de salir, había arengado al pueblo portovejense. El arzobispo de Quito, por su parte, era un hombre más bien tranquilo, pero lanzó una tremenda carta en la que pedía que haya una lucha armada en defensa de la religión.
Se daba por descontado que Alfaro y sus montoneras llegarían a Quito y la arrasarían bajo el grito “muera Jesucristo”, “abajo la religión”, por lo que se reunió dinero y se armó a jóvenes inexpertos y fanáticos para enfrentar a los rudos macheteros liberales. Alfaro tendría un duro y noble rival, el general Sarasti, (juntos combatieron a Veintemilla en 1882). Acordaron, por cartas, “suavizar los rigores de la contienda, intercambiando prisioneros”. Lo que fue rechazado por el conservador.
En pocas semanas la parte central de la sierra estaba tomada, recibiendo adhesiones especialmente de la clase indígena que, con curiosidad y asombro, iba a averiguar quién es ése, al que le dicen “indio Alfaro”. Las batallas de San Miguel y Gatazo fueron ganadas. El ejército conservador huía. El triunfo de Girón abría las puertas del sur y de Cuenca.
Los gobiernos de don Eloy (1895-1901 y 1906-1911) fueron demasiado tolerantes con enemigos y rivales, a quienes tuvo compasión en la mayoría de los casos. Alfaro fue un reformista sin tacto político.
La Hoguera Bárbara
Me atreví a tomar el nombre del gran escritor, historiador y diplomático, Alfredo Pareja Diezcanseco, quien bautizó así al trágico final de Alfaro. Es el título que pinta, con acierto, el trágico cuadro de los sucesos ocurridos en Quito el 28 de enero de 1912.
En 1910, el movimiento alfarista “machetero” (llamado por sus enemigos) estaba en sus peores momentos. El ex presidente Leonidas Plaza había consolidado su hegemonía en el liberalismo (era bien visto por banqueros, exportadores y grupos conservadores). Parecía ser el hombre justo en el momento adecuado. Pero, se imponía la alternabilidad y fue cuando todos los sectores del partido buscaron ganar espacio.
El todavía presidente Eloy Alfaro, llegado al poder tras el golpe de 1906 y ratificado por la Constituyente, impuso la candidatura y la victoria de su candidato, don Emilio Estrada, respetado hombre de negocios guayaquileño.
Estrada era civil, alfarista y hombre honesto, cualidades que tampoco disgustaron a la cúpula placista. Su victoria en las urnas no se debió a su popularidad, sino al grado de desgaste de Alfaro, cuya obra cumbre, el ferrocarril, estaba salpicada por denuncias de corrupción y la oposición conservadora y placista echaba dardos contra el financista británico Archer Harman y la francmasonería internacional, de la que Alfaro y Harman eran parte.
El nuevo mandatario, delicado de salud y con problemas para vivir en la altura, encargó el poder en los primeros días al presidente del Senado, Carlos Freile Zaldumbide. Freile, hombre poco enérgico y capaz, se alió con los placistas. Eloy Alfaro perdía su poder y hubo hasta una placa de la infamia en el legislativo denigrando el honor del caudillo.
Tanta fue la distancia que puso Estrada que nombró a Leonidas Plaza como ministro de Hacienda. Anunció que exigiría nuevas condiciones a la compañía del ferrocarril de los hermanos Harman (financistas de la obra y allegados a Alfaro). Estrada murió seis meses después y el poder fue encargado a Freile.
Esmeraldas se levanta
Apenas proclamado Freile, Esmeraldas se levantó en armas, declarando como mandatario a Flavio Alfaro (distanciado de su tío por los avatares de la política, por no haberlo apoyado como candidato frente a Estrada).
El gobierno quiso como aliado al jefe militar de Guayaquil, el general Pedro Montero quien, a pesar de su apoyo inicial, cambió de actitud, declarándose Jefe Supremo. Había sentimientos de antipatía entre Plaza y Montero.
Montero envió un cablegrama a Alfaro, solicitándole su retorno para que retome el poder. Un taciturno caudillo respondía lacónicamente: “sólo deseo vida privada, pero deber mío atender voluntad pueblos prefiriendo ser mediador pacificador”.
Quería conciliar, pese al peligro que corría. Y se metió en la boca del lobo: viajó de Panamá a Guayaquil; él era el menos indicado para esa tarea tan noble. Freile, asesorado por Plaza, rechazó negociar. Plaza tomó el mando de las Fuerzas Armadas y su enemigo el general Julio Andrade, Jefe de Estado Mayor, fue arrestado. Era la señal: todos contra Alfaro. Hubo batallas, como en Huigra, al pie del ferrocarril.
Lo peor estaba por comenzar: Pedro Montero fue arrestado y acribillado sádicamente. La prensa de derechas y la placista atizaban fuego a la hoguera.
Fueron apresados en el puerto Alfaro y los generales Manuel Serrano y Ulpiano Páez. También fueron aprehendidos Flavio Alfaro, Medardo Alfaro (hermano de Eloy) y el periodista Luciano Coral. “Que se los juzgue en Quito”, pedían. En la gráfica están todos aquellos de los que se habla en este párrafo.
El viaje a la muerte, en su obra cumbre
Don Eloy subió la cordillera -la madrugada del 26 de enero de 1912- camino al cadalso, en su ferrocarril, que él inauguró en el ya lejano 1908, en Chimbacalle. Volvía, pero insultado. La prensa hizo bien su papel de esbirra del régimen.
En Quito había agitación y sed de sangre. Intuyendo los acontecimientos, Alfaro puso en manos del Coronel Carlos Andrade su manuscrito “Historia del Ferrocarril”. Freile, viendo la violencia, quiso ordenar el regreso de los presos a Guayaquil. No pudo. El tren era apedreado en la serranía antes de llegar.
En Quito, Alfaro y sus adláteres fueron trasladados al Panóptico (luego Penal García Moreno), obra de su peor enemigo histórico. La vida siempre depara estas paradojas a los personajes notables.
La muchedumbre siguió del coche hasta la celda a los presos, sin protección de guardias. En la celda fueron hostigados hasta que, desde la turba, hubo disparos, a los que el grupo de Alfaro respondió: el mismo don Eloy, desde una esquina, logró herir a alguno.
Las celdas se abrieron. La turba mató a todos. Luego vino lo peor. Fueron sacados muertos y arrastrados por la carrera Rocafuerte (hoy calle Guayaquil), como se ve en las gráficas.
No faltaron mujeres enardecidas que con el miembro viril del “Viejo Luchador” en mano, lo exhibieron sin pudor. Algunos sectores de la ciudad pidieron al Arzobispo González Suárez que haga algo para detener la furia. Se negó diciendo que le “responsabilizarían por esas muertes”. Hizo circular, sin éxito, un llamado a la calma que fue hecho desaparecer por grupos conservadores. La turba llegó al parque El Ejido y quemó los cadáveres. La calma volvió al atardecer.
Las preguntas que se hacen hasta ahora son: ¿era necesaria la masacre? ¿Estuvo Leonidas Plaza tras el complot? ¿Qué papel jugaron la prensa y los grupos conservadores? Como dice la canción: …”lo mataron en nombre de Dios. Ave María, en nombre del Señor”…